Leyenda del Fuego Pillan Quitral

Una antigua leyenda cuenta que los mapuches no conocían el fuego, pero que lo aprendieron de los niños, más exactamente de dos hermanitos que se desafiaron para quien hacías girar más rápidamente un palito en un nido de pasto seco… ¡Y el resultado fue que casi queman todo con su juego inocente! Parece ser que el gran incendio devoró los bosques y corrió los animales hasta atraparlos… De este modo los indios se quedaron sin caza. ¿Cómo harían para sobrevivir sin un alimento tan importante?… Pero los ancianos de la tribu dijeron que la carne de esos animales quemados no podía ser impura porque el fuego venía del Dios Supremo… Y comieron así carne asada y la hallaron sabrosa... Tanto que, a partir de entonces, también los mapuches quisieron hacer fuego y conservarlo… porque les permitía no sólo cocinar sus alimentos sino disfrutar de su luz y su calor, todos reunidos en torno de la llama que era como el Sol.

Como todos los pueblos primitivos, los que habitaban las mágicas tierras de la Araucanía lograron encender el fuego por fricción de un palo sobre un lecho de yesca, o por percusión de piedras de pedernal hasta que el saltar de la chispa hace arder la hierba seca…

Y si resultaba laborioso encenderlo, aún más difícil era conservarlo… ¿Cómo lograr que no lo apagaran los vientos que trae y lleva Elëngansen? ¿Cómo protegerlo del enviado de Gualichú que intentaría robarlo? ¿Cómo entretenerlo para que no se cansara de arder y se fuera de nuevo…?

Fue una doncella la que descubrió no sin sorpresa la solución. Iba ella caminando por los campos quemados, buscando hierbas que hubiesen sobrevivido. Todo era cenizas aún tibias, ya la muchacha pensaba marcharse de regreso a la toldería, cuando de pronto su pie tropezó con algo duro. Se agachó a mirar y sus ojos se abrieron deslumbrados: a sus pies estaba una vasija de barro igual a la que cada día fabricaban para beber agua o guardar los granos y semillas. La tomó en sus manos sintiéndola aún tibia y descubrió que en realidad no era igual, brillaba con un tono desconocido y poseía una dureza jamás vista. Entusiasmada con su hallazgo la doncella se dirigió al río queriendo beber en él antes que se resquebrajara. Así lo hizo y para colmo de su estupor, el cántaro de barro permaneció inmutable al agua.

Los días pasaban y la vasija no se deshacía como las otras. Pensó entonces la doncella que la magia del fuego la había trasformado y de inmediato contó su hallazgo a la tribu. Fue el cacique el que propuso colocar una brasa ardiente en la vasija para ver si era cierto que era hija del fuego. Así lo hicieron. ¡Y en verdad funcionó!

Dicen que desde entonces los tehuelches encerraban el fuego en vasijas de barro, y le prodigaban alimento y cuidados. Las mujeres eran las que se ocupaban del fuego, y cuando lo necesitaban secaban brasitas y con ellas encendían nuevos fuegos… Pero, ¡ay si se apagaba el fuego! Muchos relatos cuentan de los terribles castigos para la mujer que se dormía o se olvidaba… Es que fueron tiempos muy duros y los hombres no podían permitirse perder el sagrado tesoro.

Porque era un don de Dios, el fuego volvía a Dios a través de ceremonias donde ofrendaban al Supremo, en el pillan quitral, animales o frutos de la tierra. Sin olvidar homenajear también el fuego de Pillán, el fuego de lo más hondo de la tierra que escupen las bocas enojadas o dolientes de los volcanes. ¿Acaso Pillán, el que vive arriba de las montañas, no comanda las terribles tormentas de fuego del Cielo y de la Tierra? ¿Sus rayos no destruyen y queman el corazón de la vida? Por eso lo respetan y veneran, para que no se enoje y traiga el fuego que devora…

Adaptación: Ana Cuevas Unamuno

Imagen tomada de: Centro locero atalaya

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