Cuentan aquellos que conservan antiguas memorias, que tiempo atrás existía una bellísima ciudad llamada Nuestra Señora de Talavera de Esteco, que es ahora desaparecida, y maldita la zona en que se ocultan sus restos.
Antes de narrar lo mucho que se dice de su desaparición, sepamos cómo era esa curiosa ciudad.
La ciudad fue fundada, según algunos, por Alonso de Rivera en 1609. Cuentan que por ser paso obligado en la ruta que llevaba el tráfico de metales preciosos, alimentos, ganado y esclavos entre el Alto Perú y el Río de la Plata, la ciudad se enriqueció rápidamente, al punto que sus pobladores cayeron en la soberbia, la codicia y la ostentación. (Hay quienes aseguran que parte de tanta riqueza provenía de yacimientos secretos que hasta hoy permanecen ocultos).
Todo brillaba con el fulgor del oro y la plata, incluso las herraduras, monturas y estribos de los caballos. Sus habitantes, embelesados con sus magníficas riquezas poco valor le daban a todo lo que no fuese satisfacción del lujo, ignorando a los pobres que habitaban en las cercanías y abusando cruelmente de los indios esclavizados.
A causa de tanta abundancia la ciudad cobró importancia política, religiosa y comercial lo que, como suele suceder, despertó mezquinos intereses y luchas de poder, que más allá de las muchas leyendas y mitos sobre la catástrofe que sobre ella acaeció, posiblemente tuviesen mucho que ver en su repentina destrucción.
Como bien se sabe, a veces la abundancia lleva a la vanidad, la vanidad a la lujuria y el desenfreno, así al parecer sucedió con la ciudad alarmando a curas y obispos, al punto que el obispo fray Melchor Maldonado de Saavedra presentó una querella ante la Audiencia de Charcas denunciando la depravación y acusando al pueblo de pactos con el maligno y hechicerías varias.
Sucedió entonces, según consta en algunos anales, que el 13 de septiembre de 1692 la ciudad entera desapareció. Según unos a causa de un terremoto, según otros por el fuego, o el ataque de un malón, aunque son muchas las voces que cuentan que un día apareció por la ciudad un humilde anciano predicador advirtiendo que de no modificar la conducta todos perecerían. Nadie le dio alimento ni socorro, salvo una mujer muy pobre que tenía un niño recién nacido. Al ver tanta altanería y ser objeto de burla sus palabras, el anciano advirtió a la buena mujer que al día siguiente la ciudad sería destruida por un violento estallido de fuego seguido de un terremoto, y para ella salvarse debía alejarse con su hijo sin mirar atrás escuchase lo que escuchase.
La mujer al amanecer tomó al niño en brazos y emprendió el camino, pero ¡ay!, al oír el estruendo y los gritos aterrados no pudo evitar voltearse a mirar, y en el mismo instante quedaron ella y el niño convertidos en piedra.
Dicen que de la ciudad no quedó nada, salvo almas en pena que acechan en la zona a quien se atreva a acercarse, y la mujer con su niño ahora convertidos en piedra. Afirman muchos que la mujer cada año da un paso hacia salta, sitio al que ha de llegar un día. Y será ese mismo día que el mundo llegará a su fin.
Adaptación: Ana Cuevas Unamuno
Imagen tomada de: ciudadesdesaprecidas