Como esta historia habrá otras, pues cientos de amores padecen penas y otros tantos de condenas, pero esta es la que hoy quiero contarles tal como me la ha contado doña Eleuteria Sagrario, en un pueblito perdido ente los cerros allá en el norte de la Rioja.
Y así dice que fue…
Vivían a principios del siglo pasado dos jóvenes que estaban muy enamorados. Sus padres se oponían a la boda, los de ella porque él era pobre, los de él porque ella era altanera. Pero el amor no entiende de razones, de clases sociales ni de impedimentos externos, y así fue como los enamorados se prometieron huir juntos jurándose que nada ni nadie podría separarlos.
Planearon todo con mucho cuidado y finalmente llegó la noche sin luna en que escapando cada uno a hurtadillas de su rancho se encontrarían a la salida del pueblo.
El joven antes de salir, decidió tomar en préstamo un dinero que sabía su padre ocultaba en el corral. Silencioso fue hasta el lugar y ya tomaba en sus manos la bolsa, cuando sin decir palabra, el padre, que lo creyó un ladrón, de un tiro lo mató.
Mientras tanto ignorante de todo, la muchacha esperaba a su enamorado a la salida del pueblo, tal como habían convenido. Cuando le vio acercarse suspiró aliviada. Él llegó cabizbajo junto a ella, y juntos emprendieron camino.
Como él no decía nada, ella se preguntaba ¿Por qué estará tan triste? ¿Será la pena de dejar a sus padres? ¿Será temor a no ser feliz conmigo? Y así mientras cavilaba llegaron junto al río. Nada más alcanzar la orilla él se detuvo negándose con un gesto a meterse al agua.
En vano fueron los ruegos de ella, en vano sus intentos. Preocupada la muchacha al notarlo tan callado y tan extraño, decidió ir en busca de una burra pensando que quizás él le temiera al agua.
Corrió entonces de regreso, cuidándose de no ser vista, tomó la burra y regresó, pero la burra al ver al joven rebuznó como enloquecida y huyó disparada como si la persiguieran mil demonios, ante la atónita mirada de la joven. Fue entonces cuando él alzó su rostro mostrándole unos ojos sin mirada, al verle ella gritó aterrada, él intentó sujetarla, ella intentó huir, él con voz de otro mundo le dijo:
—Me has jurado amor eterno. Me has jurado que nada ni nadie podrían separamos, ven conmigo— y al decirlo le sujetó fuerte la mano.
Ella comprendiendo que de un condenado se trataba, luchó por soltar su mano y en el forcejeo él le arrancó un dedo, desapareciendo en el mismo momento.
Regresó la pobre muchacha llorando desconsolada al pueblo, que a esas horas había despertado a causa de los gritos del padre que gemía ante su hijo muerto y los de la madre que le acusaba.
Una tía de la joven al verla llegar ensangrentada y desgreñada, comprendiendo lo sucedido, se le acercó y le susurró:
—¿Tiene acaso algo tuyo el condenado?
—Un dedo que me ha quitado— contestó entre llantos la joven.
La tía se acercó al muerto y mientras fingía un devoto rezo, sin que nadie al viese, le quitó el dedo.
—Vamos ya al camposanto a rociar este dedo en agua bendita y a enterrarlo, para que no venga el muerto a buscarte antes que canten los gallos.
Así lo hicieron las dos. En la tarde enterraron al muerto junto al dedo ya enterrado. Arrodillada en la tumba lavó con lágrimas la joven la tierra que cubría el cuerpo hacía tan poco amado y entre susurros le dijo:
—Eterno amor te he jurado y he de cumplir mi promesa. El amor todo lo puede. Todo, menos ganarle a la muerte. Ya no vengas a buscarme, espera que yo te encuentre.
Adaptación: Ana Cuevas Unamuno
Imagen tomada de: Tata cuentame un cuento