Allá en la hacienda conocida antaño como “La morena”, vivía don Fermín Pontevedra, hombre de muchas mañas, mucha ambición y poca caridad, junto a su familia. Fermincito, su hijo mayor era por el contrario de gran corazón y sonrisa amable.
Don Fermín tenía por costumbre darle duro a la bebida y más duro a su familia a mano alzada y cinchazos, cada vez que perdía en el juego o que algo le molestaba. Así borracho y malcarado volvía un día al rancho cuando se cruzó con un toro que tenía un pata atrapada en un pozo, fue verlo y sacar el cuchillo para rematarlo justo cuando se escuchó un grito. Era el Fermincito que viniendo por el camino buscando a su padre, pues ya era noche tardía, le vio y sin pensarlo le detuvo el brazo, con tan mala suerte que el hombre perdió el equilibrio y cayó contra una piedra perdiendo al conciencia.
Como pudo el muchacho, al ver que su padre no reaccionaba, se dispuso a salvar al toro, con cuidado le sacó la pata del hoyo, temiendo que le atacara, pero el animal permaneció manso y una vez libre sacudió la testuz agradecido y se desvaneció delante de la estupefacta mirada del joven. Fermincito, atontado y confuso, pensó que habían sido imaginaciones suyas y alzando sobre los hombros a su padre lo regresó al rancho.
Apenas despertar el hombre, a rebencazos lo echó al Fermincito de la casa sin siquiera un pan para llevarse.
—Usted que es tan bravo búsquese la vida— le gritó rabioso.
Y así se fue el joven por los caminos. Anduvo y anduvo trabajando un poco acá otro poco allá hasta que llegó al campo de un alemán viejo que le dio trabajo fijo cuidando los pocos animales que tenía, pues era pobre el alemán y le faltaba una pierna.
Era bueno el alemán y le tomó pronto cariño a Fermincito como si de un hijo se tratase. Se esmeraba el joven en retribuir el cariño, cuidando del campito y tratando de acrecentar la hacienda como mejor sabía.
Sucedió que un día se encontró junto a una de sus vacas, un torito enano negro como la noche prieta. Parecía ternero a la distancia pero de cerca tenía bien clara la forma de toro con grandes astas doradas, patas grandes y bramaba como si de un gigante se tratase. Le resultó familiar, pero desechó pronto la idea. Como era pequeño y simpático le llamó Chiquito. Desde ese día Chiquito le seguía a todas partes y para sorpresa del joven cada atardecer se paraba sobre una piedra alta, bramaba y bufaba y como llamada por sus terribles bufidos comenzaba a llegar la hacienda.
Cuando murió el alemán pocos meses más tarde, le dejó en herencia el campo. Al poco tiempo todas las vacas parieron mellizos saludables. Fermincito intrigado no entendía qué clase de milagro sucedía pues no tenía él toro alguno, pero por miedo a que le acusaran o le tomaran por loco no dijo nada. Así poco a poco, gracias al misterio, aumento la riqueza del campo del alemán hasta volverse una hacienda grande de vasto ganado de la mejor calidad.
Un mal día pasó por la hacienda don Fermín y al ver la abundancia los ojos se le llenaron de codicia.
—Veo que has hecho bien las cosas hijo, ve al rancho y trae a tu madre y tus hermanos que nos venimos para acá— le ordenó.
Fermincito, que ya era un hombre, a punto estuvo de echarlo pero apenado por los suyos pensado que no era justo que viviese el en la abundancia y ellos en la miseria, accedió.
Al volver con su madre y sus hermanos un anochecer, se encontró a las vacas que rumiaban tranquilas alrededor de la aguada, le extrañó que el Chiquito no las hubiese reunido y regresado. Terrible fue su sorpresa cuando se dio cuenta que el Chiquito no estaba en la hacienda.
—Lo he vendido por buen dinero— fue la explicación del padre que borracho perdido estaba sentado en el alero.
Furioso y angustiado Fermincito salió a buscarlo. Caminando y caminando dio en llegar al mismo sitio en que había encontrado al toro atrapado en el pozo. Allí estaba el inmenso toro, como si el tiempo no hubiese pasado.
—Sigue tu camino— le dijo el toro y una vez más desapareció.
Fermincito siguió caminando y ha de andar en algún sitio cuidando animales, quizás junto a Chiquito, quizás no…
Dicen que de la hacienda que le robó el mal padre, las vacas se le desparramaron, las tropillas se le perdieron, otras se murieron y al poco tiempo no le quedó nada, ni hacienda, ni familia, ni moneda para la botella.
Recopilación y Recreación: Ana Cuevas Unamuno
Imagen tomada de: Arepitass