Leyenda Las Aguas del Bermejo

Leyenda del Norte Argentino

Rojas son las aguas del Bermejo

Rojas como la sangre y la furia

Rojas las que habían sido de clara transparencia

y serena pesca.

 

 

En el tiempo en que los años se contaban por lunas, y los causes de los ríos están libres de grandes embarcaciones cargadas de extraños, vivían cerca del río Bermejo dos tribus que deslizándose en canoas talladas de un único tronco de timbó o aguaribay, seguían la corriente pescando dorados y pacúes. Por entonces las aguas del río eran claras como las de sus vecinos: los ríos Pilcomayo y Uruguay. Así afirman las tribus que aún recuerdan la causa de tan drástico cambio.

Sucedió en ese tiempo que tobas y matacos, enemigos acérrimos, combatían sin cesar por adueñarse del río, de la abundante pesca que él brindaba, de la libertad para sumergirse en sus aguas frescas en las tardes calurosas, o para sentarse a sus orillas en las noches de luna; que la hermosa y decidida hija del cacique toba fue capturada por guerreros matacos.

leyenda del rio bermejo

Duro fue al comienzo la vida de la joven cautiva, más pronto sus captores se le hicieron menos extraños, al descubrir que no eran tales las diferencias que unos y otros aseguraban tener. Claro que a esto contribuyó el haber conocido al apuesto hijo del cacique con quien comenzó a pasar largas horas caminando tras las huellas del ciervo de los pantanos, conversando bajo la sombra de un urunday, nadando en el río, entre miradas y sonrisas que tejieron el amor.

¡Amor imperdonable! La unión entre una toba y un mataco estaba prohibida por los hombres y maldita por los dioses, a decir de los ancianos, caciques y hechiceros. El consejo de la tribu enterado de esta aberración prohibió terminantemente que se encontrasen. Como suele suceder nada tienta más que lo prohibido y no hay prohibición que pueda separar a los enamorados. Los jóvenes siguieron amándose a la sombra de sus citas secretas. Pero ¡ay!…imposible resulta mantener un secreto frente a las miradas curiosas y maliciosas. Muy pronto comenzaron las habladurías, comentarios a media voz que deslizaban las viejas cuando se sentaban en rueda a tejer su yicas[1] o a moler las semillas del algarrobo. Tampoco escaparon de las miradas de algunos cazadores que los descubrían cuando entraban en el monte tras una presa o para recoger frutos. Tanto y tanto crecieron los chismes que alcanzaron los oídos del consejo.

Fueron así convocados a presentarse ante los jefes del consejo. Imposible evitar el miedo, sus corazones latían desbocados mientras sus manos se buscaban ante esos rostros severos e imperturbables. El cacique dictaminó con voz firme: todos debían respetar las tradiciones y aún más el heredero de la autoridad, debían pues separarse de forma inmediata y definitiva. Al oír estas palabras los jóvenes alzaron la mirada indignada ante sanción tan injusta. Era imposible que los dioses castigaran sus corazones puros. Sin titubear se negaron a obedecer, sus almas y sus cuerpos estaban unidos en la trama firme del amor urdido entre gestos, palabras y miradas. Intentaron todos los argumentos posibles, que rebotaban sobre los jueces como piedras contra piedras. Al ver que nada conseguirían por medio de las palabras, el consejo emitió el fallo final: los amantes serían sacrificados, se les arrancarían los corazones y éstos serían arrojados al río, como lección y advertencia para quienes se atrevieran a contrariar las leyes de los hombres y las disposiciones divinas.

Brillaba el sol cuando la tribu se reunió para presenciar la ejecución. Se silenció el canto del viento, la canción de los insectos, el murmullo del agua… si alguien se percató, no lo dijo. Los jóvenes fueron llevados a lo alto del barranco, donde fueron sacrificados por el haiawú[2], que apenas tener los corazones en sus manos los arrojó al agua cristalina.

Para horror de todos los presentes cuando el agua aceptó sus corazones sangrantes se tiñó de rojo profundo. La tribu entera sin decir palabra se retiró del lugar confiando en que todo volviese pronto a la normalidad. Se equivocaron. A los pocos días del sacrificio, corrió un escalofriante rumor: los corazones no habían sido arrastrados por la corriente; flotaban juntos exactamente en el mismo lugar en el que habían caído. ¿Estaban los dioses enojados con la sentencia? ¿Los castigarían con pestes, sequías y escasez?

Asustados, los jefes ordenaron sacar los corazones del agua y convertirlos en cenizas hasta que no quedasen rastros de ese amor maldito. Todos los matacos formaron la gran pira, ninguno quiso contrariar a los dioses. Los corazones ardían al compás de los pimpines[3], abrasados por el fuego que, cada vez más alto, parecía querer tocar el cielo con sus llamas. Al alba ya casi extinguido el fuego, cada quien regresó a su sitio. La calma parecía volver a reinar sobre la tribu.

Una vez más estaban equivocados. Cuando regresó el enviado a comprobar que las cenizas hubieran sido dispersadas por el viento, lo hizo desencajado y contando a gritos que allí donde estuviera la pira había crecido un arbolito desconocido, que entre sus verdes hojas mostraba dos únicas flores rojas, una al lado de la otra, en forma de corazón.

Quizás el sacrificio no resultó tan en vano, pues fue a la sombra de aquel árbol, al que llamaron letanetá, como se selló finalmente la paz entre las tribus.

[1] Yicas: bolsas tejidas con fibras vegetales

[2] Haiawú: hechicero de la tribu

[3] Pimpines: tambor mataco

Adaptación: Ana Cuevas Unamuno

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