Un día cierto santo tuvo una discusión con Dios. Ignoro cómo comenzó la discusión, solo me han contado que el santo afirmaba que él hombre debía ser la autoridad superior en el hogar y Dios, que podía que sí podía que no. Porfiado el santo le apostó a Dios que seguro eran más los hombres que las mujeres quienes tenían la autoridad. Dios quiso probarle que en la mayoría de las casas las mujeres mandaban al marido por consejo, por hábiles para convencer, por astucia, o por mañas que el hombre ignora, y para que se convenciera el santo Dios le dio una respetable cantidad de carneros y un pequeño número de caballos, diciéndole que fuese por el mundo y regalase un carnero en los hogares donde mandase la mujer y un caballo en los hogares donde mandase el marido.
El santo miró los carneros, miró los caballos y se quejó con Dios diciéndole que estos últimos eran muy pocos. Dios le aseguró que eran suficientes y lo despidió. El santo bufando y resignado emprendió el camino.
En cada pueblo al que llegaba observaba la vida matrimonial en las casas, hasta descubrir quién tenía la autoridad. Después de recorrer casi medio mundo y viendo que casi se le terminaban los carneros, llegó a una casa donde vio con gusto que era el jefe de familia quien estaba al mando y que en la casa había paz y tranquilidad. Contento llamó al hombre y le dijo:
—Quiero premiar tu conducta y la de tu mujer por la forma sabia en que viven regalándote ese caballo negro que llevo en la tropa.
El hombre miró al caballo luego al santo y lleno de alegría fue a contarle a su mujer. Ella apenas oírle fue a ver los caballos. Los miró con atención y luego le dijo a su marido con una voz dulce
— ¿No sería mejor ese caballo blanco? Creo que tiene mejor andar y mejor presencia.
El marido convencido por su mujer le dijo al santo:
—Ya que es usted tan bueno ¿no podría darme el caballo blanco en lugar del negro?
—¡Ni el negro ni el blanco! — chilló rabioso el santo y le regaló el último carnero.
Adaptación: Ana Cuevas Unamuno
Imagen tomada de: Revista De campo