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La tarde en que Don Luis esperó en la terminal… y nadie vino por él

Don Luis, 78 años, llegó a la terminal con una bolsa de tela y un sombrero viejo.
Sus sobrinos le habían prometido pasar por él para llevarlo a vivir a su casa en la ciudad.

Compró un café aguado en el kiosco y se sentó junto al cartel de “Arribos”.


Índice

    La espera

    Las horas pasaron y la gente se fue dispersando.
    Cada vez que un auto frenaba, él se ponía de pie, acomodaba el sombrero y miraba esperanzado… para luego sentarse otra vez.

    La noche cayó; el guardia de seguridad encendió un cigarrillo y le preguntó si esperaba a alguien.
    —Sí, vienen por mí —respondió con una sonrisa cansada.

    El viento entraba por la puerta automática, levantando la bufanda que le había tejido su hermana hace años.
    Nadie más entró.


    El frío de la soledad

    La terminal quedó casi vacía. Solo el eco de los pasos de algún empleado y el ruido distante de un televisor encendido rompían el silencio.
    Don Luis miró el reloj: ya habían pasado más de seis horas desde la hora en que le habían dicho que lo buscarían.

    Sacó de su bolsa un paquete de galletas y comió una despacio, para engañar al hambre.
    Recordó cuando, de joven, llegaba a esa misma terminal para recibir a su madre en los inviernos fríos; siempre le llevaba un chocolate caliente y una sonrisa grande.

    Ahora, parecía que la historia se repetía, pero al revés: él esperaba… y nadie venía.


    Una conversación inesperada

    El guardia se le acercó nuevamente.
    —Don Luis, ¿por qué no llama a alguien? —preguntó, con tono amable.
    —No quiero molestar —respondió él—. Seguro que se retrasaron… o algo les habrá surgido.

    Sacó un papel doblado de su bolsillo: era el número de teléfono de su sobrino. Marcó desde un teléfono público de la terminal, pero solo escuchó el tono repetirse hasta que la llamada se cortó.
    Guardó el papel en silencio y volvió a su asiento.


    El gesto de una desconocida

    Cerca de la medianoche, una mujer joven entró arrastrando una valija.
    Al pasar junto a él, notó la bufanda moviéndose con el viento y la mirada cansada del hombre.
    —¿Está esperando a alguien? —preguntó.

    Don Luis le contó brevemente que sus sobrinos lo iban a buscar para que viviera con ellos.
    La mujer frunció el ceño.
    —Está muy tarde, y hace frío. ¿Por qué no me acompaña a la cafetería? Por lo menos podemos tomar algo caliente mientras espera.


    Una decisión difícil

    En la cafetería, la mujer le ofreció llamar a los sobrinos desde su teléfono.
    Don Luis dudó, pero aceptó.
    Otra vez, nadie contestó.

    La joven le dijo que, si quería, podía llevarlo hasta un refugio para adultos mayores que quedaba cerca.
    —No es un lugar lujoso —dijo—, pero allí no va a pasar la noche solo y con frío.

    Don Luis miró la puerta de la terminal. Parte de él quería seguir esperando, aferrado a la esperanza de ver llegar ese auto.
    Pero la otra parte sabía que, a esa hora, nadie vendría.


    Un nuevo amanecer

    Aceptó la propuesta y, juntos, caminaron hasta el refugio.
    El encargado lo recibió con una manta y un té caliente.
    Por primera vez en el día, Don Luis sintió que el frío en su pecho empezaba a ceder.

    Esa noche, en una cama sencilla, cerró los ojos pensando que quizá la familia no siempre está en la sangre, sino en las manos que se tienden en el momento justo.

    A la mañana siguiente, la joven volvió a verlo antes de ir a trabajar. Le llevó un desayuno y le prometió visitarlo.
    Don Luis sonrió de verdad, algo que no había hecho desde que llegó a la terminal.


    ¿Qué aprendemos de esta historia?

    Que a veces las promesas no se cumplen, y eso duele más cuando viene de quienes amamos.
    Que la soledad pesa, pero un gesto de bondad puede aliviarla.
    Y que, en ocasiones, la familia no es solo la que nos toca por sangre, sino la que encontramos en el camino.

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