Carolina había decidido criar en casa a un enorme pitón amarillo al que llamó Ámbar. Durante tres años lo cuidó como a una mascota común, conviviendo con él como si fuera parte de la familia.
Sus padres y amigos no ocultaban su preocupación:
—Ten cuidado, es un depredador.
Pero Carolina siempre respondía con una sonrisa:
—Es manso, me quiere, nunca me haría daño.
Los primeros comportamientos extraños
Con el tiempo, Ámbar comenzó a mostrar señales inquietantes.
Primero dejó de comer. Carolina pensó que era un simple capricho, pero la situación se repitió durante semanas.
Por las noches, el pitón salía de su terrario y se estiraba junto a ella en la cama, colocando su cabeza a la altura de su hombro y la cola en sus tobillos, como si estuviera midiendo su cuerpo.
Otras veces, se enroscaba suavemente en su cintura y se quedaba inmóvil, como calculando cada costilla.
Durante el día, elegía tumbarse en el suelo frío cerca de su cama, observando cada movimiento de Carolina, en especial el vaivén de su respiración.
Incluso llegaba a trepar hasta su pecho, rozando su cuello con la lengua bífida. Ella lo interpretaba como una muestra de cariño, un “beso”, y lo tomaba con humor.
Pero las noches se hicieron cada vez más pesadas: Carolina despertaba con la presión del animal sobre su pecho, dificultándole respirar.
La consulta con el veterinario
Una madrugada, al escuchar un fuerte silbido del pitón, decidió que ya era momento de buscar ayuda profesional.
El veterinario lo examinó con calma, pesó al animal y escuchó con atención las descripciones de Carolina sobre la falta de apetito y las conductas nocturnas.
Finalmente, con voz seria, explicó:
—Esto no es cariño. Los grandes pitones dejan de comer y se estiran junto a su dueño para medir si su tamaño es adecuado como presa. El hecho de que se enrosque es un ensayo de estrangulación. Tienes una hembra madura y fuerte. Es capaz de asfixiarte. Lo que ocurre es claro: tu pitón se estaba preparando para devorarte.
El diagnóstico fue contundente: aislamiento inmediato, un cambio de dieta y, lo más recomendable, entregar al animal a un centro especializado.
La difícil decisión
Esa noche, Carolina observó cómo Ámbar se deslizaba sobre las sábanas, repitiendo aquel inquietante comportamiento de rodearla por completo. Pero esta vez ella estaba despierta.
Con el corazón encogido, tomó al animal con cuidado, lo colocó en el terrario, cerró el pestillo y se sentó en silencio junto a él.
Al amanecer, se armó de valor y llamó al centro de reptiles de la ciudad. Esa misma tarde, personal especializado llegó a recogerlo. Ámbar fue trasladado a un amplio recinto, con cuidadores expertos y la alimentación adecuada.
¿Qué aprendemos de esta historia?
Esta experiencia nos recuerda que los animales salvajes no deben ser tratados como simples mascotas. Aunque puedan parecer mansos, conservan instintos depredadores que pueden representar un grave peligro para los humanos. El amor por los animales también implica responsabilidad: saber cuándo es necesario brindarles un entorno seguro y especializado, lejos de los riesgos de la convivencia doméstica.
