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La mujer que aprendió a sostenerse sola

La noche estaba fría, aunque no era invierno. Un viento áspero cruzaba las calles vacías mientras Clara esperaba en la parada del autobús, abrazando su vientre redondeado con ambas manos. Tenía siete meses de embarazo y un cansancio que no venía solo del cuerpo, sino del alma.

A unos metros, su esposo se alejaba caminando junto a un amigo de tragos, uno de esos hombres sin rumbo que pasaban los días bebiendo y hablando de sueños que nunca cumplirían. Diego reía con él, tambaleándose levemente, sin mirar atrás, sin pensar que estaba dejando sola a su mujer embarazada bajo el frío.

—No tardes, por favor… —alcanzó a decir ella, con voz baja, casi implorando.
—No empieces, Clara —respondió él sin detenerse—. Solo vamos por unas cervezas, no es el fin del mundo.

Pero para ella, sí lo era. Esa fue la gota que rebalsó el vaso. No era la primera vez que él elegía todo antes que ella. Solo que esa noche, bajo la luz mortecina del poste y el murmullo lejano del viento, Clara comprendió que ya no quedaba nada que esperar.


Los meses del silencio

Desde el inicio del embarazo, Diego se había mostrado indiferente. No la acompañó a las ecografías, ni a las consultas médicas, ni siquiera cuando ella necesitaba ayuda para subir las escaleras con su panza cada vez más grande.

—Estás bien, ¿no? —le decía sin mirarla—. Entonces no hagas tanto drama.

Él no era cariñoso. No le acariciaba el vientre, no hablaba del bebé, ni soñaba con el futuro. Solo parecía molesto por los cambios, como si su embarazo fuera una carga más.

Clara intentaba comprenderlo, excusarlo, convencerlo. Pero cada intento terminaba igual: con él en el sillón, el celular en la mano, y la indiferencia colgando en el aire como una puerta que nunca se abría.

Una noche, mientras ella calentaba una sopa, él llegó acompañado de sus amigos. Entraron riendo, con olor a alcohol y a calle.
—¿Podrías hacer unos fideos? —le pidió uno de ellos, tirándose en el sofá.
Clara los miró en silencio, con un nudo en la garganta. Y comprendió que estaba rodeada de hombres adultos con alma de adolescentes.


La gota que rebalsó el vaso

Esa noche en la parada del autobús fue diferente. Fue el punto final.

El médico la esperaba al día siguiente para una revisión importante, pero Diego había prometido acompañarla “si no surgía nada”. Y, como siempre, algo surgió: un amigo, una excusa, una cerveza.

Cuando se alejó riendo, ella sintió que el aire se le iba del cuerpo. Se sentó en el banco helado, las lágrimas corriéndole por las mejillas. En ese momento, juró que no volvería a mendigar compañía.

Al día siguiente, fue sola al control. El bebé estaba bien, y al escuchar su pequeño corazón latiendo fuerte, Clara también comenzó a sentir que dentro de ella renacía algo: coraje.


El comienzo de algo nuevo

Pocos días después, sin decir una palabra, empacó su ropa y los papeles del embarazo. Llamó a su madre, que vivía a cientos de kilómetros, y solo dijo:
—Voy a estar bien, mamá.

Alquiló una habitación pequeña y comenzó a buscar trabajo. El dinero se agotaba rápido, pero su determinación no. Una tarde, mientras tomaba un café, vio un cartel en la pared:

“Se busca recepcionista para empresa de servicios sociales. Turno diurno.”

Llamó. Al día siguiente, una mujer mayor la entrevistó.
—¿Está embarazada? —le preguntó con suavidad.
Clara bajó la mirada.
—Sí, ocho meses.
La mujer sonrió.
—Entonces comience mañana. Aquí cuidamos a los nuestros.

Fue la primera vez en mucho tiempo que alguien le tendía la mano sin juzgarla. En ese trabajo encontró apoyo, comprensión y hasta alegría. Le ofrecieron un asiento cómodo, pausas cuando lo necesitaba, y cariño genuino.


El nacimiento

Cuando las contracciones llegaron, Clara llamó a una compañera del trabajo, quien la llevó al hospital sin dudar.
—No estás sola, ¿me oyes? —le dijo, tomándola de la mano.

Horas después, nació un niño fuerte y hermoso. Lo llamó Lautaro, como su abuelo, el hombre más noble que había conocido.

Mientras lo sostenía por primera vez, comprendió que todo el dolor había tenido un propósito. Su soledad, sus lágrimas, su miedo… todo la había llevado a ese instante: el de convertirse en la mujer que sabía sostenerse sola.


Epílogo

Pasaron los meses. Clara regresó al trabajo, su hijo crecía rodeado de afecto, y su vida volvió a tener sentido.

A veces, en las noches tranquilas, cuando veía dormir a su bebé, recordaba aquella parada de autobús y la figura de Diego alejándose entre risas.

Ya no le dolía. Solo pensaba:
—Aquella noche fría fue el final de una historia triste… y el comienzo de mi libertad.

Porque hay momentos en los que la vida se detiene para obligarte a elegirte.
Y cuando por fin lo haces, todo cambia.

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