Camila y su esposo Martín asistían a la boda de su hermana menor, Julieta. Todo era alegría y celebración, pero Camila llevaba consigo un sobre con un regalo de $10.000, además de haber costeado un tercio de los gastos totales del casamiento. Lo hizo con amor, sin esperar nada a cambio.
Mientras se acomodaban en la mesa, Camila vio a sus padres sonriendo como nunca antes. Su madre acomodaba con ternura la corbata de su padre. Fue inevitable pensar en su propia boda, cinco años atrás, donde la emoción de sus padres fue mucho más tibia.
Tras los discursos del padrino y la madrina, sus padres tomaron el micrófono.
—Queremos agradecer a todos por acompañarnos a celebrar la boda de nuestra querida hija —dijo la madre, haciendo énfasis en “querida” de un modo que le revolvió el estómago a Camila.
—Criar a Julieta ha sido la mayor alegría de nuestras vidas —añadió su padre—. Siempre fue una hija extraordinaria.
Luego, su madre sacó unos papeles de la cartera.
—Julieta, Tomás —dijo mirando a los novios—, como regalo de bodas, les damos nuestra casa familiar.
El aplauso fue ensordecedor. Camila quedó paralizada. Martín, también. Esa casa, que ahora les regalaban a Julieta y Tomás, era la misma por la que Camila venía pagando la hipoteca hacía cinco años. Las lágrimas de emoción de su hermana le confirmaron que lo sabía.
Camila mantuvo la sonrisa por compromiso. Pero por dentro, se estaba desmoronando.
Una hora después, le susurró a su esposo:
—¿Nos podemos ir?
Ya en el auto, rompió en llanto.
—¡Esa casa la pagué yo! Ni siquiera me lo dijeron.
—Lo sé —dijo Martín con rabia contenida.
—Y Julieta lo sabía. No es el dinero, es la falta de respeto…
Los recuerdos de años de favoritismo hacia su hermana menor la golpearon de golpe. Al llegar a casa, estaba agotada.
—¿Dónde van a vivir ahora ellos? —preguntó Martín.
—No tengo idea —respondió Camila apagando la luz—. Pero no es mi problema.
Tres semanas más tarde, su madre la llamó como si nada, invitándolos a una cena familiar. Camila, en el fondo, albergaba una esperanza de disculpa. Pero no fue así.
La cena fue en la casa que ahora pertenecía a Julieta y su esposo. Camila notó que ya estaban redecorando todo. A mitad de la cena, su madre carraspeó.
—Camila, como ya sabés, le regalamos la casa a Julieta. Son recién casados y necesitan privacidad…
—No podemos seguir viviendo con ellos —agregó su padre.
Camila esperó el resto.
—Hemos decidido mudarnos a tu casa de vacaciones —anunció su madre como si fuera lo más natural del mundo.
Camila apoyó lentamente el tenedor.
—A ver si entiendo bien: me ocultaron que le regalarían la casa que yo pagaba, y ahora piensan mudarse a mi propiedad sin siquiera preguntarme.
—Camila, no seas exagerada —se quejó su padre.
—Ustedes tenían una casa. La regalaron sin avisarme.
—Ni siquiera la usás tanto —intervino Julieta.
—Pero es mía —respondió Camila con frialdad—. La compré con mi dinero.
—¿Estás diciendo que no? —preguntó la madre, boquiabierta.
—Exactamente. No.
—¿Cómo podés hacernos esto? ¡Somos tus padres! —dijo la madre, al borde del llanto.
—Y ustedes podrían haberme incluido en sus decisiones.
Julieta golpeó la mesa.
—¡Sos una envidiosa! Porque ellos me quieren más.
Camila la miró sin inmutarse.
—Si tanto te quieren, que vivan con vos. Tenés cuatro dormitorios.
Y se levantó.
—Martín, nos vamos.
Pasaron dos semanas de silencio. Hasta que el celular de Camila sonó en medio de la oficina. Su sistema de seguridad detectó movimiento en su casa de vacaciones. Recibió una llamada de la empresa de seguridad.
—¿Autorizó la entrada, señora González?
—No —respondió—. Llamen a la policía.
Una hora después, un oficial la llamó.
—Tenemos a dos personas aquí que dicen ser sus padres.
—Lo son. Pero no tienen permiso de estar ahí.
Cuando llegaron, sus padres estaban sentados en el porche con valijas a su lado.
—Camila, gracias a Dios —dijo su padre—. Deciles que fue un malentendido.
Camila se dirigió al oficial:
—No tienen permiso.
—¿Desea presentar cargos por allanamiento? —preguntó el oficial.
—No. Pero deben irse. No pueden quedarse.
—Los llevaremos a la comisaría unas horas —dijo el agente.
—Perfecto.
Tras su partida, Camila cambió las cerraduras y mandó todas sus pertenencias a un depósito.
Una semana después, su madre hizo una publicación dramática en Facebook, pintándola como una hija cruel. Pero Camila ya no podía callar más. Escribió su versión:
«Pagué la hipoteca de la casa de mis padres durante cinco años. Hace tres semanas, la regalaron a mi hermana sin avisarme. Luego intentaron mudarse a mi casa de vacaciones sin permiso. Cuando me negué, entraron a escondidas. Por eso los hice retirar.»
Los comentarios la apoyaron de inmediato.
Dos días después, su primo llamó. Julieta tampoco los dejó quedarse con ella. Su madre tuvo que conseguir un empleo a tiempo completo para pagar un pequeño departamento.
Camila se sintió dividida: entre justicia y lástima.
—Eso es porque sos una buena persona —le dijo Martín—. Pero al menos ahora sabés la verdad.
Y tenía razón. Durante años, Camila había buscado una aprobación que nunca llegaría. Dejar de hacerlo fue liberador.
A la mañana siguiente, su madre dejó un mensaje en el buzón de voz:
—Cometimos un error. Por favor, llamanos.
Camila lo borró sin escuchar más. Tal vez algún día estaría lista.
Pero no hoy.
Hoy, por fin, estaba eligiéndose a ella misma.