Leyenda del volcán Lanín

Leyenda del volcán Lanín

 

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El volcán Lanín es un popular pico que se encuentra en el cordón de la cordillera y está a la altura de la provincia de Neuquén, cerca de Junín de los Andes, en el departamento neuquino de Huiliches. Está justo sobre la línea que divide a la Argentina de Chile.

El volcán está rodeado por los lagos Paimúny Huechulafquen y el Tromen. En la cara sur del pico se pueden apreciar grandes glaciares, los que había en la cara norte se han ido derritiendo a lo largo de los años. Todos estos accidentes geográficos forman parte del parque que toma el nombre del volcán, el Parque Nacional Lanín que fue fundado en el mes de mayo del año 1937 con el fin de preservar la flora y la fauna que habita en la región.

La zona ha sido, desde tiempo inmemorial, habitada por los mapuches, tanto sea del lado chileno como del lado argentino. Como todas las comunidades de pueblos originarios, los mapuches dieron una explicación sobrenatural a la existencia de los fenómenos naturales climáticos y geográficos. La tradición oral de la región ha transformado esas historias en mitos y leyendas y acá hoy les traemos la leyenda que hace al volcán Lanín.

Leyenda del volcán Lanínimages

 

Los mapuches atribuyen a cada pico de la cordillera un dueño. Un pillán. Se trata de una especie de espíritu que se encarga de resguardar los tesoros de la naturaleza y los cuidan de los abusos que el ser humano puede cometer sobre ellos. Si bien el Pillán vive en la altura del pico, desciende a la superficie para corroborar el estado de los caminos, la salud de los animales, el bosque, y se entretienen viéndose en los espejos de agua de los lagos y asomándose a los abismos de los valles. El peligro de hacer enojar al Pillán es el violento viento que su ira dispara. Ese viento es tan fuerte que puede provocar peligrosas tormentas que ponen en riesgo la vida de las poblaciones que azota. Para calmar estos arranques de furia del dios suelen ser necesarios sacrificios trágicos para los hombres.

Huanquimil era el cacique de una tribu que habitaba en uno de los valles que rodean al Lanín, el Mamuil Malal, en la ladera norte. En esa zona los pehuelches moraban como grandes señores y peligrosos guerreros.

En una ocasión, un conjunto de jóvenes que salió a cazar, seguía el rastro de un huemul. Enfundados en un manto de valentía y con toda la determinación necesaria para enfrentar los helados vientos de la cordillera, subían por la ladera.

En un momento, pierden el rastro del animal y uno de los de la comitiva sugiere que el bicho habíase dirigido para el lado del torrente. Asegurando que allí lo atraparían, convenció a sus compañeros que sin dudarlo se dirigieron hacia donde indicaba,  más arriba en la montaña.

El área en donde se encontraba la cascada los obligaba a ser cuidadosos con sus pasos. Se trataba de una angosta corriente de agua que descendía desde la cima y que, cuando se encontraba con algunas ramas y piedras formaba estanques que se diseminaban por todo su recorrido.

Los muchachos de la tribu se escondieron y silenciosos esperaron la aparición del huemul. Luego de lo que pareció una eternidad, el tan esperado animal, apareció junto al arroyo y se dispuso a calmar su sed en el agua cristalina. Los jóvenes aprestaron sus arcos y con sus flechas apuntando. Pero un ruido inesperado espantó al huemul que salió disparando, corriendo hacia la cumbre de la montaña, escondiéndose entre los árboles.

La carrera tras la huella del ciervo se había largado. Los canes indicaban el camino que su olfato les dictaba y los hombres subían en distintas direcciones para encerrar a la presa. Pero el huemul no se dejaba atrapar, se detenía, observaba y seguía escapando montaña arriba, que era su único camino libre. Lograron acorralarlo muy cerca de la cumbre. Les dolían las pantorrillas y estaban cansados, no podían gritar, pero eso no era motivo para no gozar con cada cuchillada que le daban al animal el triunfo de haberlo cazado al fin.

Cuando lograron recuperarse y tomar conciencia del lugar en el que se encontraban se dieron de bruces con un panorama desconocido, nunca habían trepado hasta tan arriba el volcán y sintieron miedo. Decidieron bajar inmediatamente, entonces, se pusieron de pie y emprendieron el descenso, llevaban a la rastra el cuerpo del animal muerto.

Al llegar a la aldea y antes de disponerse a trozar la presa, del volcán empezó a salir un humo todavía claro. Con el paso de las horas la humareda se hizo más espesa y oscura. A la noche, la tribu entera sintió cómo la montaña temblaba. A la mañana siguiente el sol no se asomó, el humo había nublado el cielo, era el comienzo de una larga época de angustia. La tierra se calentaba y temblaba, la ceniza llovía sobre los sembradíos, los mapuches atemorizados rogaban y hacían ofrendas al Pillán pero nada calmaba su furia. Para encontrar una solución la machi se aisló en una grieta de la montaña. A su vuelta una sombra de tristeza se había instalado en su rostro. El Pillán exigía un alto precio por su calma: la vida de la hija del cacique Huaquimil, la joven Huilefún.

La aldea complete cayó en la más profunda angustia, la joven Huelifún, tan querida por todos, era un sacrificio enorme, pero que debía cumplirse, sino toda la tribu padecería la ira del espíritu de la montaña. El más valiente y joven de la aldea era quien debía llevarla hasta arriba.

La joven princesa resignada se dejó preparar, la ataviaron con las más lindas galas disponibles. Trenzaron su pelo y la envolvieron en un manto que se acababa de tejer. Cuando la presentaron ante el pueblo reunido su belleza resplandecía. Ella, muy triste, observaba a los muchachos dispuestos en filas y se preguntaba cuál de todos debería acompañarla.

Quechuán, un joven muy valiente sería el encargado de llevarla. Comenzó la despedida con el llanto desconsolado de la madre de la joven que ya tenía el pelo cortado. Se abrazó a su hija y le colocó el mechón de pelo como símbolo del duelo. La joven saludó a su padre quien se mantenía incólume pero a quien luego se lo escuchó sollozar. Quechuán tomó a Huilefún de la mano y emprendieron el ascenso. Aparecían y desaparecían de la vista de la tribu según los caprichos del camino hasta que ya no los vieron más.

La subida fue trabajosa. El aire estaba cargado de ceniza y se hacía difícil respirar. Debían cubrirse las caras con los mantos para protegerse. Cuando se cansaban paraban a la vera del camino para descansar sentados sobre unas rocas. Las fuerzas de la joven se agotaron y Quechuán la cargó sobre sus hombros y la llevó hasta el cráter.

Cuando Huilenfún bajó de los hombros de su acompañante le dijo casi sin aliento y con una tristeza que la rebalsaba que se volviera a la aldea. Quechuán no la soltó. La tomó de la cintura y mirándola directo a los ojos le dijo que no se iría nada, que se quedaría con ella hasta el final y selló su promesa con un beso en los labios de la princesa, ya templados por la temperatura de la cima.

Los jóvenes se sentaron abrazados, sus mantos los cubrían y los hacían uno. La espera no fue larga, una sombra los sobrevoló y un cóndor con sus poderosas garras arrancó a la princesa de la vera del joven y valiente guerrero. La elevó por encima de las nubes de ceniza y lo próximo que se pudo ver fue el cuerpo de la joven cayendo en el interior del cráter.

Horrorizado, Quechuán empezó a descender desesperado. Instantáneamente un viento helado abrazó a la montaña y disipó la ceniza. Nubes blancas invadieron el cielo y comenzó a nevar. El temporal fue largo y copioso. La montaña se enfrió, el cráter quedó sepultado y su fuego, que parecía eterno, se apagó. La tierra de los mapuches había quedado cubierta bajo un velo protector blanco.

Nunca más volvió a prenderse. Se dice que el Lanín se acostó a dormir con la princesa y su belleza lo cautivó a tal punto que está hipnotizado.

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